Miércoles 24 de diciembre, año 10.386 después de Cristo, tiempo estándar.
El capitán Fray Agustín se vio reflejado en el ventanal de la sala de navegación. Aunque siempre había parecido más joven de lo que realmente era, notó unas bolsas pronunciadas bajo sus ojos. A través de su reflejo vio el planeta deshabitado color gris cobrizo. La luz de una estrella le iluminaba el rostro. Notó también la mueca que hacía cuando estaba incómodo o cuando estaba enfrascado en pensamiento profundo. Sabía que esta misión no sería como ninguna otra, que tendría un significado único y mucho más trascendente que cualquier otra. «Es un trabajo sucio, pero es nuestro deber», pensó.
Que tenga que suceder en Navidad ya es un chiste cruel, por lo que el capitán decidió posponer el protocolo un día a pesar de las presiones políticas que llegaban desde Omega. «En Navidad no se trabaja: se reza, se medita, se festeja y se descansa», se dijo a sí mismo el capitán.
La humanidad ha conquistado los rincones más remotos del universo conocido. La capital del Imperio Humano está en Omega, un planeta abundante en agua, bosques y extensas planicies. En Omega está Nueva Roma, el continente capital de la Iglesia Universal. Antes de tripular la nave OSP 3.0, Agustín vivía en Nueva Roma y trabajaba en las oficinas centrales de la Orden de Santo Prometeo Papa.
La Orden de Santo Prometeo Papa, conocida comúnmente como los prometeos, es una orden religiosa fundada por Santo Prometeo I en el año 8226. Su misión principal es la predicación del Evangelio para los colonos de nuevos planetas. Además, un grupo de prometeos tiene un encargo único en el universo: la limpieza de campos gravitacionales para facilitar el traslado interplanetario. En cierto sentido, es una tarea humilde, de mantenimiento, pues consiste en barrer los caminos cósmicos eliminando planetas inútiles y vacíos: enanos de hielo que apenas pasan de asteroides o gigantescos planetas desierto en los que nadie puede vivir. Estos planetas sólo obstaculizan las carreteras espaciales e interfieren con los sistemas de navegación.
La limpieza de carreteras espaciales es un trabajo que requiere hombres virtuosos. Se necesita bastante fortaleza y templanza para pasar los días viajando en un monasterio flotante. Los prometeos de la nave OSP 3.0 son admirados en todas las galaxias del imperio por ser la representación del cosmonauta ideal: hombres de ciencia y fe. Pero Fray Agustín sabe que como cualquier otro hombre, él es un imperfecto pecador que jamás podrá saldar su deuda. Agustín piensa que la admiración que los jóvenes le tienen a los prometeos está fuera de lugar. «A Dios toda la gloria, siempre», le repetía Agustín a sus monjes de rangos inferiores. También les decía: «nunca dejen que la gente juegue con las cosas de Dios». Se refería, por supuesto, al apodo que los súbditos del imperio le habían puesto a la nave.
La OSP 3.0 estaba construida a partir de decenas de pasillos enramados, arqueados en las puntas y prismáticos. Todos los pasillos tubulares se unen en la punta de la nave, un cilindro enorme donde se encuentra la sala del capitán, la turbina principal y el cañón de plasma que se utiliza para destruir planetas. Por su forma de arbusto seco, y por la forma en la cual toda la nave se enciende antes de disparar su cañón, la nave es conocida a través de las galaxias como «la zarza ardiente».
Más de quinientos monjes viven y trabajan en la nave monasterio. La jerarquía es compleja: incluye ingenieros astrocartógrafos como soporte de navegación, equipo de mantenimiento y seguridad, médicos, cocineros, y quienes se dedican exclusivamente a los servicios religiosos. Sus uniformes son todos casi iguales: hábito color hueso, salvo por las variaciones necesarias por oficio. Algunos llevan una camisa lisa y sin botones, pero de cuello alto, y pantalones donde cargan herramientas necesarias para el mantenimiento del equipo eléctrico. Todos llevan en su hombro derecho un símbolo de rango que facilita la identificación de elementos competentes durante protocolos de emergencia. El orden y la limpieza son distintivos de los prometeos. También el silencio, pues intentan hablar lo menos posible. Cultivan su vida interior mientras trabajan en la nave, por lo que procuran no molestarse entre ellos.
Gracias a las actualizaciones en los códigos de derecho canónico a partir de los cambios en la logística de expansión interplanetaria, la nave OSP 3.0 provee a sus tripulantes suficientes recursos para su formación espiritual. Con permiso del cosmobispado del sector correspondiente, pueden celebrar misa a bordo de la nave.
Mientras Fray Agustín contempla la vasta oscuridad del espacio desde el ventanal, sus hermanos preparan el oratorio para la Vigilia de Navidad.
Jueves 25 de diciembre, año 10.386
Fray Agustín pasó la noche meditando en el oratorio de la zarza ardiente. Solo entraba luz del sol a través del vitral de vidrio soplado, del mismo tamaño del ventanal de la sala principal de navegación. La escena colorida mostraba al Cristo de las Estrellas, junto con Dios Padre y el Espíritu Santo. En la imagen, Cristo ponía estrellas en el cielo. Una por una. Siempre le pareció curioso a Agustín que estas estrellas de vidrio pintado de plateado brillaran con la luz de una estrella verdadera. Agustín recitó para sí mismo un salmo: «Él lleva la cuenta de las estrellas y llama a cada una por su nombre».
Fray Agustín meditó sobre la expansión universal del Evangelio, de la humanidad. Los seres humanos habían logrado lo que alguna vez se pensó imposible: poblar cada sector del universo conocido. Hubo un momento en la historia en que la humanidad comprendió que el Edén creado por Dios para que el hombre lo cuidara y trabajara abarcaba todo el universo en expansión. La Iglesia tenía como misión volverse literalmente universal. Agustín leyó la promesa de Dios a Abraham, inscrita con letras doradas en el altar del oratorio de la nave: «Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas… así será tu descendencia».
Gracias a la Iglesia se había consolidado un Imperio Humano universal, que desde Omega dictaba las leyes de todo planeta habitado. Pero Agustín sabía que un estado demasiado fuerte podría abusar de su poder y lastimar a la Iglesia que contaba con más de treinta mil millones de fieles, solo contando la galaxia central. Fray Agustín se sabía admirado en Omega, y tenía la confianza del Papa. Esta Navidad pensó en escribirle un holograma privado, pidiéndole revisar la relación con el Imperio. Habría que separar una vez más Iglesia y Estado, para proteger la fe.
La misión a la que se enfrentaría consistía en un protocolo muy sencillo. Primero, debía navegar hasta los alrededores de un planeta deshabitado, lo suficientemente grande como para que su campo gravitacional entorpeciera el viaje intergaláctico. Después, procedería con una revisión de su composición y elementos para descartar toda posibilidad de que albergara vida humana. Finalmente, cargaría y dispararía el cañón de plasma para destruirlo. El planeta hecho añicos tendría más valor que invertir en la extracción de sus recursos. Destruir planetas es una tarea muy seria; solo los humildes hombres de fe podían recibir tal encargo, una solicitud del Concilio Imperial, transmitida a través del Papa. Pero la misión del 26 de diciembre marcaría un hito histórico. El universo humano no volvería a ser igual. El peso de esta responsabilidad cayó sobre los hombros de Agustín.
Viernes 26 de diciembre, año 10.386
El cañón de plasma se encendió por completo, envolviendo la nave en un vivo y brillante fuego rojo que se desvanecía en el espacio. La zarza ardiente en todo su esplendor. Era la vocación de Fray Agustín, que estaba perdido entre sus pensamientos. De pronto, Agustín volvió en sí.
— Listos, capitán —le repitió el primer oficial.
El planeta gris cobrizo estaba en la mira. La gran cantidad de estudios y escaneos del planeta para evitar destruir vida humana habían terminado. El planeta no tenía ningún rastro de vida. Era difícil imaginar que alguna vez este planeta resplandecía en color azul. Ahora le llaman Alfa, o Génesis.
Cuando solo era habitable por unas horas y se volvió paraje turístico, le llamaron Gólgota, Belén, o Tierra Santa.
Antes de eso, cuando fue el primer jardín que Dios nos dió, le llamaban Tierra.
Ahora el rayo del cañón de plasma que Agustín había disparado atravesaba al planeta abandonado, convirtiéndolo primero en una nube de polvo gris cobrizo flotando en el vacío, y luego en nada.
Agustín suspiró, y recitó hacia sus adentros las palabras de la Sagrada Escritura:
— «Las naciones se habían encolerizado, pero llegó tu ira y el tiempo de ser juzgados los muertos, y de dar la recompensa a tus siervos, los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, pequeños y grandes… y de exterminar a los que destruyen la tierra.»
Gracias por leerme hasta el final. Para escribir cada semana necesito tomar mucho café y comprar libros. Si quieres puedes picharme un café virtual aquí.