— Qué interesante que seas mexicano. No he conocido muchos en mi vida. Sé que ustedes tienen buena comida. Me gustan mucho los taco bowls. Servido en un plato hecho de tortilla frita… —me dijo con total seriedad.
«Ese es un invento tejano, pero se la voy a pasar», pensé. Tengamos paciencia. Es un octogenario y él me invitó a comer. Luego aprendí que sí, que efectivamente el Dr. Kim cumplirá ochenta años de edad el próximo abril. Llamémosle Dr. Kim. Elijo ponerle Kim porque alguna vez escuché que los coreanos tienen una frase similar a «buscar una aguja en un pajar»: «buscar al Señor Kim en Seúl» (Kim es un nombre muy común).
Me citó a las 12:30 para comer en un restaurante japonés. Su intención era agradecerme por ayudarlo a coordinar un grupo de lectura en honor al Premio Nobel de Economía de 1986, James M. Buchanan. Mi participación este semestre fue muy simple. Envié algunos correos como recordatorio, y serví como moderador en las cinco sesiones que tuvimos. El Dr. Kim pensó que sería buen detalle invitarme a comer.
El grupo se reúne en la Buchanan House, un edificio de la universidad que se encuentra a las afueras del campus, frente a la capilla. Es una casa enorme pero muy vieja. Antes de que se fundara la universidad, Buchanan House era el edificio principal de una granja al norte de Virginia. El terreno fue comprado por la universidad y se adaptó para ofrecer oficinas para los miembros del departamento de economía. Ahí trabajó James Buchanan durante años, y en la oficina contigua el Dr. Kim. Buchanan publicó algunos artículos en coautoría con el Dr. Kim. De hecho, el día que conocí al Dr. Kim me llevó a una oficina polvorienta con cientos de hojas de papel desperdigadas por todos lados. «Aquí escribía Jim», me dijo con algo de tristeza.
Cuando murió Buchanan, nombraron un edificio más grande y moderno en su honor, Buchanan Hall, frente al lago artificial. Entonces había dos edificios: Buchanan House y Buchanan Hall. Me cuentan que hace algunos años el departamento de bomberos envío una solicitud oficial para forzar el cambio de nombre de uno de los dos, pues, según ellos, iba contra las regulaciones de protocolos y seguridad anti-incendio. Decidieron cambiar Buchanan House por Roberts House, por el nombre de la calle en la que se encuentra. Pero los que asistimos cada dos semanas al grupo de lectura le seguimos diciendo Buchanan House. Es más, estoy seguro que si estuviera yo en la desdicha de un incendio durante el grupo de lectura tendría que llamar al 9-1-1 y por los nervios les diría que estoy en Buchanan House.
El Dr. Kim, ahora sentado frente a mí en un restaurante japonés, se frotaba los ojos. Noté unas ojeras enormes, pero no manchas oscuras sino bolsas hinchadas bajo sus ojos. Su nariz y sus orejas eran grandes comparadas con sus ojos. Usa unos lentes gigantes y cuadrados, con mucho aumento, que hace ver sus ojos miniatura. Sonríe y se ríe mucho, tiene muy buen humor. Cuando sonríe puedo notar que sus dientes están manchados por fumar tabaco durante años. Pero ya no fuma, y lo he visto caminar cerca de la universidad vistiendo un conjunto deportivo Adidas y tennis New Balance blancos, impecables.
El Dr. Kim nació en Busan, una ciudad portuaria en el sureste de la península de Corea. En Seúl conoció a su esposa y en 1970 viajaron juntos a Estados Unidos para que él estudiara matemáticas, y después obtuvo su doctorado en la Escuela de Negocios de Kellogg, en Northwestern, cerca de Chicago. Aunque ha vivido más de cincuenta años en EE. UU., todavía tiene un acento coreano muy marcado. Se me dificulta descifrar lo que me dice. Aprendí a intentar leerle los labios y eso me ha servido para tener mejor comunicación con él.
— Tengo un hijo como de tu edad. Vive en Colorado con su esposa y sus dos hijas. Es doctor… bueno, es médico. Doctor de verdad —se ríe el Dr. Kim.
— ¿De verdad? No sabía. ¿Cuántos años tienen sus nietas?
— Una tiene diez y la otra ocho.
Algo no me cuadró. Yo tengo veintiocho.
— ¿Cuántos años tiene su hijo? —dudé.
— Pues cuarenta.
Yo creo que el Dr. Kim me vió muy fregado. Me imagino que llega él a su casa a escribir: «comí con un señor que tiene ojeras y entradas, noto que se está quedando pelón. Le calculo que tiene como cuarenta…» (algo que el Dr. Kim tiene, y yo no, es una cabellera densa y longeva).
Llegó la mesera, auténtica japonesa, a tomar nuestra orden. Empezaron a discutir sobre si un platillo traía no sé qué o si se servía no sé cómo. Un coreano terco debatiendo con una japonesa en inglés y un yo que no entendía nada. Al final, entendí que el Dr. Kim quería que le sirvieran algo en un plato tradicional de madera y no en uno de plástico como le sirven a la gente normal. «Dile a Fulana, de la cocina, que soy yo el Dr. Kim… ella me conoce», insistió. La mesera me volteó a ver a mí, agotada. «A mi tráigame lo mismo que a él, por favor», le dije.
Llegó la mesera con té verde, ensalada y sopa miso. El té verde fue servido en tazas blancas muy simpáticas, grabadas con los rostros de luchadores japoneses. Luego llegó el chirashi (en el plato tradicional de madera, especial para el Dr. Kim). El chirashi es arroz cubierto con una variedad de mariscos y pescados: atún, salmón, caballa, camarón, cangrejo.
— ¿Sabías que un tiempo di clases en Yokohama? Comen muy bien en Japón. Pero también en México, ¿verdad? ¿Ya te conté que me gustan mucho los taco bowls?
Me habló mucho y de muchas cosas, de las cuales muy poco puedo reproducir aquí porque no me acuerdo. Además, estaba muy concentrado en el chirashi. Decidí seguir la coreografía del Dr. Kim: ponerle wasabi a la salsa de soya, tomar los palillos de una forma y no otra, tomar té cuando él tomara, etc. Mientras me describía la baja tasa de fertilidad en Corea yo me preguntaba por qué le puse tanto wasabi. Luego lo que pensé ser pescado resultó ser un pedazo grande de jengibre (el restaurante no tenía buena iluminación). Y así sucesivamente.
Pero algo que dijo captó mi atención.
«Los hábitos son como lluvia que cae en las grietas de las montañas: cada que la voluntad encuentra la forma, llueve, y las grietas se remarcan y se vuelven riachuelos… con la voluntad le damos forma a las montañas de la mente y del corazón.»
Tiene toda la razón el sensei. El Dr. Kim lleva algunos años enfocado en los hábitos. Me dijo que estaba convencido de que los pilares del progreso de una sociedad son los buenos hábitos de los individuos que la conforman. Por eso parte de las lecturas asignadas al grupo de este semestre tuvieron algo que ver con eso. Por ejemplo, en los primeros capítulos de La Riqueza de las Naciones, dice Adam Smith:
«La mejora en la destreza del trabajador incrementa necesariamente la cantidad de trabajo que puede realizar; y la división del trabajo, al reducir la ocupación de cada hombre a una sola operación sencilla, y al convertir esta operación en la única ocupación de su vida, aumenta necesariamente en gran medida la destreza del trabajador.»
La división del trabajo permite la especialización, el incremento en productividad y calidad, y a través del intercambio, mutuo beneficio para las partes involucradas. Todo desde el hábito. Aunque algunos verían monotonía, rutina y aburrimiento, también de eso mismo emerge la excelencia humana y la creatividad. Pues resulta que las ideas para mejorar salen de quien más hace aquello en lo que se busca mejoría.
Este semestre también leímos On Habit, un capítulo del libro de The Principles of Psychology de William James. De James se obtuvo la noción tan popular de que el cerebro tiene plasticidad o elasticidad. (¿Les suena la idea de que el cerebro joven tiene mayor facilidad para aprender idiomas?). William James también fue de los primeros en hablar explícitamente sobre la idea de rutas neuronales. James explica cómo las acciones repetidas crean rutas en el sistema nervioso, haciendo que los comportamientos se vuelvan más automáticos. Esta metáfora se alinea con lo que la neurociencia hoy describe como el fortalecimiento de las conexiones sinápticas a través de la activación repetida. O como dice el Dr. Kim: «los hábitos son como lluvia que cae en las grietas de las montañas».
El Dr. Kim terminó con su chirashi. La mesera regresó.
— ¿Algo más? — nos preguntó.
— Tantita agua, por fa —todavía me incomodaba el picante del wasabi, pero disimulé.
El Dr. Kim me recordó una frase de William James:
«El hábito es, por lo tanto, el enorme volante de inercia de la sociedad, su agente conservador más valioso. Es lo único que nos mantiene a todos dentro de los límites del orden…»
— Me gusta pensar en la función social y moral de los hábitos. Pienso mucho en la juventud coreana, ¿sabes? Las cosas no están del todo bien, en mi opinión. En Corea los jóvenes van a dos escuelas. Una matutina y otra vespertina. Una pública y la otra privada. Las públicas, como es obvio, tienden a ser administradas por gente de la Izquierda, y las privadas por los conservadores. Quienes pueden asistir a ambas deciden dormir durante las clases de la escuela pública. Al final, tienen buena educación en el sentido más práctico, pero les termina por importar un comino el futuro de Corea. Son muy individualistas, y están exclusivamente enfocados en su progreso profesional. No tienen ningún sentimiento de destino en común ni espíritu público. Y pienso que eso es un hábito. O debe de serlo. El hábito de pensar en el futuro de tu país, o algo así… —explicó el Dr. Kim.
Su mirada de decepción se fijó en su plato de madera tradicional ahora casi vacío, solo ocupado por los restos de un poco de arroz y jengibre. Y se quedó en silencio, y yo también.
La cultura se ha descrito de distintas formas en la historia del pensamiento. Hay quienes piensan que la cultura consiste en las reglas no escritas de una sociedad, como si fuera sólo el conjunto de instituciones informales, convenciones, etc. Otros piensan en la cultura como los lentes que nos ponemos para ver el mundo (y que pintan la realidad de distintos colores, o la distorsionan…). Hay quienes que, junto con Clifford Geertz en The Interpretation of Cultures, ven a la cultura como una red de significados que se entrelazan:
«El hombre es un animal suspendido en redes de significado que él mismo ha tejido; considero que la cultura son esas redes, y que su análisis, por lo tanto, no es una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de sentido.»
Pero parece que el Dr. Kim propone algo distinto: la cultura es una red de hábitos. Pienso que tal vez sería incluso mejor regresar a Aristóteles y pensar en la virtud: la disposición habitual hacia el bien. Así la cultura de una sociedad consiste en las redes entrelazadas de las disposiciones habituales hacia el bien de los individuos que la componen. O lo contrario, que la cultura de una sociedad sea determinada por las disposiciones habituales hacia el mal. Pensar en estos términos orienta hacia ideas sobre retroalimentación positiva o negativa (círculos virtuosos o viciosos), y también en pensar que hay culturas más virtuosas que otras (como muchos piensan). Luego, nos preguntaríamos sobre qué sistema de gobierno, qué conjunto de reglas formales e instituciones promueven la virtud y cuales el vicio. O mejor: cuál sistema maximiza el beneficio público de la virtud individual y minimiza el costo público del vicio. Cada país tendrá su conjunto de riachuelos únicos formados, generación tras generación, por los hábitos de la gente que vive ahí. De hecho, creo que sin saberlo ya pensamos así. No es nada nuevo.
El Dr. Kim habló un poco más sobre Corea, y sobre sus planes para el siguiente año. Y pagó la cuenta.
— Gracias por venir. Espero que tengas una feliz Navidad. En enero hablemos sobre la lista de lectura para el grupo Buchanan en el siguiente semestre. Y si quieres nos puedes contar sobre la cultura de los jóvenes mexicanos… ¿Crees que tengan una noción de destino en común… un espíritu público? —me preguntó.
— No sé. Pero gracias por el chirashi.